La luz de un día neblinoso se colaba difusa por la única ventana que conectaba su estancia favorita con el jardín exterior. Su dolor de cabeza, cortesía de meses y meses sin conciliar bien el sueño, agradecía el profundo silencio de la biblioteca. Con la única compañía de su torbellino de pensamientos, cada cual más confuso, y el intenso aroma del mate, gusto heredado del abuelo Marco, se dispuso a afrontar por fin la tarea que llevaba postergando varios días. El último diario de la abuela Iria la aguardaba paciente, con las páginas abiertas deseosas de confesarle el secreto que durante tantos años había ignorado.
"Mi muy querida niña Amelia:
En estas páginas encontrarás tu origen, tu historia, los verdaderos, los que siempre callamos desde el amor y la imperiosa necesidad de protegerte. Tal vez nos equivocamos al no decirte. Tal vez sí tenías derecho a saber, pero ¿cómo revelarlo sin causarte un terrible dolor? ..."
Su mirada se desvió hacia la ventana. Quería y no quería seguir leyendo. Los recuerdos de los días en los que su mundo se derrumbó volvieron a golpearla. Su vida de siempre se esfumó en minutos. La última frase de su madre en el lecho de muerte, «Aunque no nacieras de mi vientre, siempre has sido y serás mi hijita querida». Lo único que consiguió arrancarle a su padre fueron evasivas y excusas. «No hagas caso. Tu madre no tenía la cabeza en su sitio». «Sabes perfectamente que estaba enferma, y su mente en ocasiones inventaba cosas». Ni un atisbo de verdad halló en su mirada clavada en las juntas del suelo o el alicatado del patio. Por supuesto, se negó en redondo a una prueba genética.
Ahora, entre aquellas páginas de letra pulcra y ordenada, tenía la oportunidad de conocer la verdad. ¿Por qué sentía entonces ese miedo atroz? Se forzó a seguir leyendo hasta que las lágrimas que le arrasaban los ojos se lo impidieron. No sabía cómo sentirse. Dolor, sobre todo. Una semana después de su nacimiento, su madre biológica se presentó de madrugada, golpeada y tremendamente malherida, en casa de a la que siempre llamó mamá. Era su mejor amiga. Una historia de maltrato silenciada por vergüenza. Una mujer que encontró en su bebé recién nacida el aliciente para huir y salvar, sobre todo, a la pequeña. Destrozada internamente por la brutal paliza, para la mujer fue tarde. Una súplica: «No dejes que la encuentre. Cuídala». A la mañana siguiente se mudaron a la casa de campo, y la semana siguiente ya vivían en Madrid. Los contactos del abuelo por fin sirvieron para algo.
"Si estás leyendo estas líneas, mi muy querida niña Amelia, es porque ya dejé de caminar las sendas de los vivos. Espero puedas perdonarnos a todos, perdonar a esta vieja que, con su silencio, intentó protegerte del dolor. De la mujer que te dio la vida heredaste el nombre y el verde de los ojos. De la familia que te crió, todo el amor de este universo y de cualquier otro. "
Dolor. Silencio. Y el aroma intenso del mate.
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