sábado, 9 de enero de 2021

Nunca te quise, lo sé y lo sabes.


Leo un texto trasnochado de alguien que se lamenta de cuán injusto es el amor, de las magulladuras que deja a pesar de no haber roto nunca un corazón. Me sonrío ante la simpleza del planteamiento, y pienso que yo tampoco fui nunca causante de esa suerte de descalabro. Pero me viene tu rostro a la memoria, y le veo las orejas a la duda. ¿Te dolí al marcharme? ¿Dejé en ti alguna herida, un poso amargo? ¿A raíz de qué estas preguntas? Nunca te quise, lo sé, y tú también lo sabías, o debiste saberlo. 

Fuiste tantas cosas... Los ojos azules de un cielo de verano. La sonrisa de niño bueno que escondía mil travesuras. La piel que arrancó gemidos y me regaló el deseo como algo mío. Los brazos que me sujetaban al borde del acantilado de las pesadillas. El que desarmaba las agujas del reloj para que las horas conmigo fueran eternas. El champán con fresas en algún jacuzzi y amaneceres con besos y mucho café. Aprendizaje, descubrimiento. La risa cómplice, la cerveza a medias y el sexo, salvaje o dulce, a raudales. La arena entre los muslos y el regazo donde leía mientras tus manos me acariciaban. La tabla de salvación del náufrago. 

Fuiste muchas cosas, pero nunca lo esencial. No fue culpa de nadie, ni siquiera mía, pero nunca dormiste en mi almohada las noches que no pasé contigo. Me llamabas volcán, pero solo encendiste una cerilla. Fuiste soplo de brisa, nunca catarsis de huracán. Tu lluvia no me traspasó la piel. Quizá en mi interior hacía mucho frío y por eso huyeron las mariposas. Me contaste mil veces los lunares pero no pudiste tatuar las huellas de tus dedos en mi espalda. Ni jugaste en ninguno de mis sueños. Ni te quedaste a vivir en una canción. 

No nos quisimos, lo sé y lo sabes, pero la súplica de tus ojos azules aquella mañana en el puerto...

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