jueves, 30 de mayo de 2024

SIN MÁSCARA



Siempre se creyó un tipo duro con el alma más oscura que una noche de enero. Creía estar de vuelta de todo y que todo le resbalaba igual que se va escurriendo el agua en un cristal. Miraba el mundo a través de un velo impuesto de sombra y se autoproclamaba íntimo de los monstruos que habitaban sus armarios y debajo de su cama. La primera vez que lo miré a los ojos supe con certeza que aquella era una pose impostada, —quizá por necesidad, quizá por miedo—, un disfraz que escondía con eficacia su ser verdadero, una máscara umbrosa que camuflaba la luz que irradiaba, sin poder evitarlo, por cada uno de sus poros. Me enamoré de él en la primera sonrisa, y ya no hubo vuelta atrás. 

Pasaron los meses y, palabra tras palabra, gesto tras gesto, comprendí que aquel disfraz que lucía orgulloso contra viento y marea también guardaba con celo dolor a raudales. Un dolor sordo. Gélido como una mañana polar a ratos. Peligrosamente ígneo en ocasiones. Un dolor que asolaba su bondad innata y lo condenaba a ahogarse en un agitado mar de lágrimas silenciosas. Cuando me abrió su caja de Pandora particular y me hizo testigo de su desdicha, algo en mi interior cambió irremisiblemente. Yo, que siempre quise aprender a odiar sin éxito, la odié al instante. Ella. Solo ella. Maldita fuera para todas las eternidades.

No fueron celos, no os equivoquéis. A esas alturas yo ya me conformaba con perderme en su mirada de atardecer de verano y en la risa pura que se le escapaba a veces. Lo que me arrasó las entrañas fue descubrir que alguien fuera capaz de lastimar a su antojo el alma por la que yo bajaría al infierno todos los días a la hora de la siesta. Ella. Maldita ella. Cuando se le cayó la máscara ni daba crédito a mis ojos. Tras su rostro sereno y su sonrisa angelical se ocultaban un sinfín de ofidios ponzoñosos expertos en inocular desprecio. Su aparente calma no era más que tiempo de descuento en el que su cabeza maquinaba los más ruines pensamientos. Ella, que lo tenía comiendo de la palma de su mano, lo trataba a patadas. Mi tesoro convertido en escoria entre sus dedos. 

Tardé unos meses en ganarme su confianza. A mí también se me da bien fingir y jugar al despiste. La adelfa que guardo en mi bolso y yo esperamos ansiosas la hora de la cita. 

jueves, 16 de mayo de 2024

SHIKAESHI



Blanca como la nieve. Apetecibles labios rosados –preferiblemente cerrados– y mirada huidiza de niña buena y algo tímida. La expresión del rostro, triste, compungida, de huérfana desprotegida frente a los males del mundo. El uniforme recién lavado y planchado; la falda y las calcetas a una altura bien avenida con las reglas del decoro; zapatos brillantes de chica ordenada. Silencio impecable de virtud intachable. Lo ha ensayado hasta la extenuación. Ha practicado la pose hasta caer rendida ante el espejo noche tras noche. Por fin ha llegado el día y no puede desaprovechar la oportunidad que lleva aguardando más de cinco años. Se sabe bien su papel y no los defraudará. 

Espera la hora, sola y tranquila, en el baño del instituto. El baño es la más pura metáfora de su vida. Azulejos blancos, limpios, asepsia generalizada en el exterior; lo que se oculta tras las paredes, tanto en las tuberías como en su propia mente, es bien distinto. Blanco por fuera, podrido por dentro. Sabe desde hace mucho que el engranaje de su cabeza es diferente al del resto de personas a las que ha conocido. Las voces de dentro ya no la desconciertan. Al principio se hubiese arrancado con gusto la cabeza con tal de que se callaran y la dejaran en paz, pero ahora ya sabe someterlas a su voluntad, y se entretiene bastante con su compañía. Además, todas las voces comparten su objetivo y lo cantan a coro en las numerosas tardes de lluvia. Shikaeshi.

Puntual como un reloj, aguarda cabizbaja frente a la puerta del despacho de Dirección. La secretaria del Sr. Tagaki la hace pasar a una estancia que no pisaba desde que llegó al internado. El Señor Director la espera repantigado en su sillón de cuero. Algo más viejo que la última vez que lo vio, pero con la misma expresión prepotente y la misma suciedad en los ojos. Él fue quien la recibió cuando la trajeron una madrugada de furiosa tormenta. Él dijo que la cuidaría y la protegería. Tardó media hora en averiguar que mentía, y algún año más en descubrir que era parte del gran monstruo que le arrebató la niñez y la humanidad. 

–Ha crecido mucho, señorita Akane. Es usted ya casi una mujer.

Las voces comienzan a murmurar y ella les ordena guardar silencio. Las imágenes de aquella noche, de LA NOCHE con mayúsculas, comienzan a desfilar por su cerebro con más nitidez que nunca.

–Su informe académico y de convivencia no podría ser más satisfactorio...bla bla bla... resultados inmejorables... bla bla bla... una nueva beca...
Tres hombres vestidos completamente de negro irrumpen en el salón rompiendo el gran ventanal de cristal. Los rostros estupefactos de sus padres. Gritos. Súplicas. Órdenes. Llantos. Una niña de diez años sigilosa escondida bajo la enorme mesa de caoba. El pecho de su padre abierto como una granada madura. El blanco cuello de su madre profanado por el acero de una katana impía. Un fundido a negro y despertar en el asiento de atrás de un coche de alta gama...
–...pero quizá necesitaría un poco de su ayuda para terminar de decidirme...

Akane sabe lo que viene a continuación, y lo está deseando... La mano izquiera del director debajo de su falda. La derecha acariciando el bulto prominente que ya asoma en sus pantalones. En un abrir y cerrar de ojos, con todo el disimulo y en un gesto que lleva ensayando años, Akane saca la daga que lleva oculta en su calceta derecha. Aprovechando el instante de sorpresa, se la clava justo en el centro del abdomen. La carne humana opone mucha más resistencia que los muñecos de trapo y paja con los que ha practicado, pero no tiene problema en retorcerla y retorcerla hasta destrozarlo por dentro. Un chorro de sangre se escapa a presión y le salpica la cara. Akane sonríe. Las voces aplauden en su cabeza. Shikaeshi.

jueves, 2 de mayo de 2024

MONÓLOGO DE ARENA



La vida es esa montaña rusa cuyos vaivenes oscilan impredeciblemente entre el cielo y el suelo. Hoy estamos aquí, mañana quién sabe dónde. Ayer acariciábamos, incrédulos, las nubes, y hoy nos arrastramos menesterosos por el fango suplicando a dioses invisibles unos gramos de misericordia que nunca acaba de llegar. El negro se torna más negro si cabe y el blanco, ni está ni se le espera.

Hilvanando estos pensamientos tan carentes de optimismo, me hallo —no sin cierta sorpresa— en la encrucijada a la que nunca hubiera querido llegar. Si continúo, deberé cruzar en solitario un desierto de arena tórrida y asfixiante. Si vuelvo atrás, sé que el espejismo pronto mutará de nuevo en desierto de hielo. No tengo nada sobre lo que descargar mi rabia, mi impotencia, mi frustración, mi tristeza. Debo reconocer que la culpa es solo mía y de nadie más que mía. Y recuerdo a la perfección, como si fuera una escena representada sobre las tablas de un teatro en ninguna parte, la inspiración exacta que ha traído a mi alma dando tumbos hasta este cruce de caminos.

Se levanta el telón. Unos ojos me miran con intensidad, pero en un idioma que nunca he comprendido. No quiero dejarme hipnotizar, no quiero perderme en ellos. Una media sonrisa me trae a la memoria un familiar aroma a café mezclado con el humo de dos cigarrillos que siempre conectaron a la perfección. Céntrate, me digo. Protégelo, me apremio. Pero no sé, no soy capaz de salvaguardar lo que más debería importarme. Mi fibra rebelde e inconsciente lo dificulta todo en exceso, rogándome que aguante un segundo. Un instante efímero en el que volver a respirar oxígeno puro y no viciado por el dolor. No podemos permitírnoslo, me reafirmo, y aprieto los dientes mientras disfrazo mi rostro de una seguridad y una dureza que estoy lejos de sentir. Comienzo a caminar como una autómata, con la certeza hiriente de que mis pasos me alejan de un precipicio y me internan en el desierto de lo monótono, lo sereno y lo predecible. En mis oídos atrona el silencio de un adiós jamás pronunciado. Se cierra el telón y se pierde entre las dunas, a golpe de lágrima, mi monólogo de arena. 

La última mariposa

De forma casi imperceptible, le susurra la memoria que un día rozó la felicidad con la yema de los dedos. Una fugaz brisa de aqu...