jueves, 19 de septiembre de 2024

HUMO Y CENIZA

La noche huele a ceniza y a humo de incendio mal apagado, y los astros la contemplan impertérritos desde un firmamento ajeno al dolor. Quizá piense el lector que sus lágrimas despiertan la compasión del universo, pero no. De ninguna manera. Solo el estridente canto de los grillos protesta en la madrugada contra la manifiesta indiferencia galáctica. 

La noche huele a ceniza y hay heridas que no se cierran del todo nunca. En un momento dado, pasan de simples cicatrices a llagas en carne viva. Sangran, duelen y la hacen descender casi de golpe al fondo de un pozo de negrura infinita. Por las rendijas que deja la herida abierta comienza a desfilar la legión de monstruos y fantasmas que se mudaron a su planeta en el mismo momento en que se abrió la piel. Los que la hacen sentirse defectuosa, tarada, desportillada, rota. Las sombras le prodigan mezquinas atenciones y murmuran en su oído todo lo que no quiere pensar, todo lo que no quiere sentir. Alma de saldo. La que se conforma con las migajas de las sobras. Y se odia. Se odia mucho. Ella, que no aprendió a odiar, se odia por odiarse. 

La noche huele a incencio mal apagado, y ella desearía ser un hermoso témpano de hielo, hiératico e impasible, en lugar de un volcán sintiente. Roca dura e inerte en lugar de corriente de agua viva. Ser y estar, sin sentir. Y arrancarse los ojos para no mirar a la criatura horrible que acecha al otro lado del espejo y le roba la sonrisa y la magia. Quizá, si lo deja salir en forma de palabras, no le haga tanto daño. Quizá un abrazo la aparte del brillo metálico de la cuchilla que aguarda en el cajón. Quizá, si lo escribe, se conjure una tormenta que lo arrase todo, que lo destruya todo, y le permita empezar de cero. Quizá. O quizá no. 

La noche huele a ceniza y los monstruos la estrechan entre sus brazos de humo mientras le susurran lo fácil que sería acabar con todo. 

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