De forma casi imperceptible, le susurra la memoria que un día rozó la felicidad con la yema de los dedos. Una fugaz brisa de aquel perfume basta para frenarla y clavar sus pies al suelo. La gente camina esquivándola, ajena al repentino dolor que le nubla la vista. La miel de esos ojos que en realidad nunca la miraron a ella. El terciopelo de la sonrisa que nunca fue en su honor. Otra vez no, suplica, pero los espíritus que la mantienen a salvo andan despistados y permiten que las escenas la arrollen como un alud despiadado y conviertan su mente en un lodazal.
Dos gruesos lagrimones surcan sus mejillas y son el único signo visible de la tormenta interior en la pétrea máscara de su rostro. El mundo sigue girando a su alrededor, pero en sus ojos se van sucediendo los recuerdos como en un teatro de sombras para el que nunca quiso sacar entrada. El aliento dulce de su compañía. El cálido tacto de la complicidad. El sol en su mirada y las mariposas que nacieron en aquel primer beso.
Una fina llovizna comienza a mojarle el pelo y la saca de su laberinto de sombras. En la boca, el regusto amargo de que un día pudo ser feliz junto a la única persona con la que fue capaz de ser ella misma. Sus pies comienzan a moverse y los recuerdos se van diluyendo con cada paso mientras la ansiada felicidad huye despavorida de la yema de sus dedos. El frío de enero vuelve a ganarle la batalla al calor de alguna tarde de junio. Nunca más, se repite, pero la última mariposa rebelde huye de la lluvia y va a esconderse en el bolsillo de su abrigo.
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