Siempre he pensado que, sin lugar a dudas, hay viajes que se disfrutan más en compañía. Lo que jamás habría imaginado es que cierto tipo de fantasías pudieran convertirse en realidad. No sabría contar las veces que mi mente ha volado, sin poder evitarlo, hacia esas escenas. Y ahora, resulta que una simple puerta de madera es la frontera tangible entre el Edén y la Tierra. A través del ojo de su cerradura se adivinan maravillas que nadie escribirá en los libros de Historia pero que, o mucho me equivoco, o quedarán grabadas sin tinta en mi memoria.
Con mano temblorosa de anticipación, abro la puerta con suavidad. La luz del ocaso entre las cortinas baña la imagen que hasta hace segundos rendía tributo al reinado del sueño. Es verdad. Me esperan. No me lo he inventado. El primer contacto visual ya me confirma que no solo estoy invitada, sino que soy bienvenida. Un cúmulo de sensaciones y emociones se adueñan de mis sentidos. Expectativa, anticipación, deseo. La distancia entre nuestros cuerpos se reduce a pequeños pasos e inmensas ganas.
Lo miro y entiendo a la perfección lo que me dicen sus ojos. La miro y comprendo sin necesidad de palabras lo que grita su piel. Que somos náufragos que anhelan la salvación de la misma playa. Un roce de labios da comienzo al juego más antiguo, escrito en el idioma del instinto. Al viaje más excitante que se emprende sin mapa ni brújula. Lenguas que recorren con deleite montañas y valles placenteros. Dedos que trazan curvas sin pudor ni freno. Cuerpos y almas danzando salvajes al son de una melodía a tres voces. Y la noche se transforma en un río de caricias a seis manos.
Siempre pensé que había viajes que se disfrutaban mejor en compañía. Lo que no sabía era cuánto.
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