Agazapada en la espesura de la zona más profunda del bosque, aguardó con inquietud a que la capa de nubes, heraldos de la tormenta que se avecinaba, atenuara los rayos de luna que en cualquier otro momento hubiera venerado. El sonido lejano del trueno competía en su interior con la zozobra que minuto a minuto le devoraba las entrañas. No había vuelta atrás. Su acero había roto el pacto que durante años había procurado la paz a su pueblo y solo le quedaban dos opciones: atenerse a las consecuencias o huir del que había sido su hogar y ocultarse hasta el fin de sus días. La primera ni la contemplaba, por supuesto.
Cuando la penumbra hizo acto de presencia en el claro que lindaba con el río, avanzó rauda hasta la misma orilla con cuidado de no resbalar en las rocas. Se arrodilló y puso el yelmo a buen recaudo. Con manos temblorosas, introdujo la capa en el gélido caudal de la frontera líquida que separaba sus tierras de los asentamientos bárbaros. En pocos segundos, las aguas bravas se tiñeron del carmesí de la sangre, de la vergüenza, de la rabia. Río abajo se perdía su futuro y todo lo que alguna vez amó.
Desde que partió del castillo, llevaba incrustado el aroma metálico y dulzón de la roja muerte en todos y cada uno de los pliegues del alma, y la traición clavada en el pecho como una daga ponzoñosa. Su hermano, su propio hermano. Hipotecando su futuro para reforzar el vínculo con sus aliados. Vendiéndola igual que se vendían los animales en el mercado. A ella, doncella guerrera que aprendió a blandir la espada al mismo tiempo que a caminar. Esposa de un mentecato que no sabía ni ajustarse la armadura. No le había dejado más alternativa, y ahora la sangre de su sangre teñía de rojo las aguas y de negro el incierto mañana.
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