jueves, 15 de mayo de 2025

Érase una vez...


–Todas las noches lo mismo, hijo. Será por cuentos...

– ¡Vengaaa, mamáaaaaa, que el de Caperucita nunca me lo cuentas!

– Y tú venga a insistir... Es que eso no es un cuento, sino una sarta de patrañas...

– ¿Qué es una sarta, mamá? ¿Las patrañas se comen?

Agotada tras una durísima jornada en la oficina, el tráfico, los vaivenes de mi cabeza, esto es ya lo que me faltaba. Se me escapa un suspiro de resignación. Alguna vez tendría que ser... Me siento en el borde de la cama de mi hijo y respiro profundamente.

– Está bien...pero calladito, ¿vale? Érase una vez una adolescente que vivía con sus papás en un pueblucho muy parecido a este. Como no había mucho que hacer, y los vecinos del barrio siempre hacían lo mismo, la chica se aburría y el único sitio donde encontraba diversión era el bosque. Se pasaba horas mirando las plantas, contando las flores, observando embobada a insectos y animalillos...

– Mamá, que yo creo que te estás equivocando de cuento, ¿eh?

– He dicho que calladito, no me interrumpas. ¿No querías Caperucita? Pues toma Caperucita. Como iba diciendo, a la chiquilla se la reconocía perfectamente porque siempre vestía abrigos o chaquetas con la caperuza roja. Desde pequeña se los hacía su abuela para que no se le perdiera en el mercado, y al crecer no perdió la costumbre. Una tarde de primavera, sin darse cuenta, se internó demasiado en el bosque, se le echó la noche encima y no encontraba la manera de volver a casa. Lloraba a los pies de un gran árbol cuando un lobo enorme se acercó con la intención de averiguar qué animal provocaba aquel ruido tan molesto. Al ver a la muchacha indefensa, le dio pena y decidió ayudarla. Cogió suavemente entre sus dientes un pliegue de la capa roja y fue guiándola hasta dejarla a la entrada del pueblo. Como agradecimiento, Caperucita le dio un beso en su cabezota y de repente, ¡chas! El enorme lobo se transformó en un fornido muchacho.

–Mamáaaaaaa, que ese cuento no es...

– Desde aquella noche, Caperucita volvió todos los días al bosque, lloviera o tronara, para encontrarse con su salvador, del que se había enamorado profunda y perdidamente.

–Pero, ¿no pasaba por el bosque para llevarle comida a su abuelita?

– ¿Qué te crees, hijo, que en aquel pueblo no había Mercadona?

– ¡¡¡Que no me gusta ese cuento!!! ¡¡¡Que no es la historia que nos lee mi seño!!! ¿Cuántos días faltan para que cambie la luna y vuelva papá de viaje? Yo la veo ya un poco mordida, ¿eh?

– Mañana, hijo, volverá mañana.

Salgo de su dormitorio y entro en el mío. Sonrisa y nostalgia al mismo tiempo. Abro el cuerpo derecho del ropero. Decenas de capas rojas me reprochan el tiempo que ha pasado desde la última vez que les hice una visita.

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