viernes, 23 de junio de 2023

Así nace una astronauta

De pequeña quiso ser contadora de estrellas, pero aquellos diminutos puntos brillantes solo aparecían de noche y nunca la dejaban quedarse despierta el tiempo suficiente para computarlas todas. Luego quiso convertirse en domadora de peces, pero aquellas criaturas tenían la memoria justa para no ser engullidos por otros más grandes y cada amanecer regresaba indefectiblemente a la casilla de salida. Los años pasaban y su currículum de sueños sin cumplir aumentaba de manera alarmante: abrazadora de cactus, peinadora de espuma de las olas, constructora de castillos en el aire, masajista de nubes o pastora de musarañas fueron algunas de sus profesiones frustradas. Llegada a la adolescencia, no se le dio mal ser coleccionista de besos en portales oscuros, y descubrió a la vez la heterodoxia y su verdadera vocación de oveja negra. Sin embargo, el color de su lana empalideció hasta tal punto que se cambió al bando de los animales que se portan casi bien. Recuerda con exactitud cuándo se produjo el cataclismo que la expulsó del paraíso de la ignorancia y la devolvió a la senda de los perdidos… pero de eso mejor no hablar.

Probó a ser cantante de ducha, pero todas las canciones de su repertorio olían a melancolía y los gatos del vecindario se engancharon al Prozac. Tampoco logró ser el iceberg que hundió al Titanic ni cultivar un simple gramo de permafrost austral. Una noche de lunes -porque en los libros todas las epifanías suceden con luz de luna-, harta de no entenderse, se calzó las Nike Air Force 1 customizadas que nunca se había comprado y salió a dar un paseo por la única reserva natural indetectable a los radares de lo imposible. Caminó durante siglos por los senderos de su imaginación y, agotada, se sentó a descansar contra el muro del almacén de todas las cosas que nunca se le habrían pasado por la cabeza. Allí, como una aparición mariana, lo encontró. Blanco, para disipar el exceso de luz y calor. Con su capa de kevlar para protegerla de los desgarros y de los impactos no deseados. Algodón suave en el interior para no olvidar aquello que nunca debiera haber conocido. Y la escafandra presurizada que mantendría en el anonimato esa mirada suya indomable. Dispositivos de control térmico, suministro de oxígeno, barra libre de soportes vitales…Y, además, de su talla. 

Y así fue como se hizo astronauta. Porque no era de este planeta ni de ningún otro y quería observarlos todos desde una distancia segura. Para perseguir estrellas fugaces aunque no fueran a regalarle ningún deseo. Porque con el traje espacial los monstruos del espejo se asustaban y no osaban decirle lo que opinaban de ella. Porque el dolor casi no se notaba de tan amortiguado como llegaba, como cuando uno se está durmiendo y le alcanza la voz del locutor de la radio desde otra dimensión. No tenía demasiados bolsillos aquel traje, pero era lo bastante amplio para guardar, cerca de su cuerpo, todo aquello que la hacía vulnerable. Escondió la luz de sus ojos tras el cristal de la escafandra, para ya no tener que caminar atenta a las juntas de las baldosas y golpearse contra alguna farola. Guardó los besos, los abrazos, las caricias y las sonrisas. Puso a buen recaudo ternura, dulzura y calidez. Ahora ya estaba lista para recorrer galaxias con seguro a todo riesgo sin franquicia. Se ajustó el correaje, subió la última cremallera y justo entonces -no podía ser de otro modo- se dio cuenta de que había olvidado guardar lo más importante...

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