jueves, 21 de marzo de 2024

Azul


Azul. Quizá fuera aquel azul todopoderoso el último color que sus ojos percibieran antes de sumergirse en el ansiado mundo de las sombras, del que no se vuelve. Azul, niebla y el pétreo gris del Gran Althor, el primero de los príncipes de su infame linaje, serían testigos de su destino último. Un escalofrío recorrió su espina dorsal y apretó los dientes para contener el miedo. ¿Miedo a qué, estúpida?, se decía entre dientes para que el mar no la oyera. Cuando se ha perdido lo más importante, ¿qué se gana alargando unos cuantos años la más insufrible de las agonías? 

Durante cuatro lunas había recorrido sin apenas descanso la distancia que separaba los frondosos bosques que protegían su hogar de aquella ensenada prohibida donde moraba el nefando ser que podía ayudarla a culminar el único propósito que la mantenía con vida. El precio a pagar ya lo sabía de antemano. Su alma inmortal a cambio de la destrucción absoluta de quienes le habían arrebatado lo que más había amado en todos sus siglos de vida. Dado que no había hallado la forma de hacerlo regresar de los siniestros senderos de los muertos, la venganza era lo que la mantenía en pie. La hiedra que congelaba la sangre de sus venas y transformaba su corazón en una maraña ponzoñosa donde la ternura moría dando lugar a una crueldad inédita. ¿Qué importaba entonces entregar un alma que dejó de pertenecerle en el mismo momento que aceptó su muerte?
Se despojó de su ostentosa túnica tejida a partir de los rayos de varias lunas de invierno y, desnuda, se arrojó a un mar tan bello como peligroso hasta para un ser inmortal como ella. Solo debía encontrar la gruta correcta y pronunciar las palabras adecuadas. Una parte de ella se resistía, pero cuando aflojaba el ritmo la rabia volvía a impulsarla. Tras horas de infructuosa búsqueda, dio por fin con la cueva donde habitaba el ser inmundo que pondría fin a su dolor. Se adentró en ella con menos seguridad de la que aparentaba, recorrió titubeante un túnel que volvía a ascender a la superficie y, cuando lo tuvo delante, sus ojos no daban crédito a lo que veían. Él. Era él. Al menos la mitad. Donde antes luciera dos piernas ahora veía una brillante cola azul de pez, y su atractiva sonrisa había mutado en una mueca sarcástica que acentuaba la burla de sus ojos.

—Ay, ay, ay... inocentes elfitos. Por más años que vivais, no aprendereis nunca.



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