jueves, 28 de marzo de 2024

PEÓN



La vida casi nunca sale como planeamos, piensa tumbada sobre la alfombra del mínúsculo cubículo donde se aloja desde hace un par de meses. Las gafas de realidad virtual son su único modo de evadirse, de escapar de su presente, de su existencia, de un cuerpo que ya ni siquiera le pertenece. Su melena oscura, su piel suave y los tatuajes que la adornan dejaron de ser suyos hace bastante. En la gran ciudad nada es verdad ni mentira, nada está bien o está mal. Todo depende del precio que se esté dispuesto a pagar por ello. Intenta concentrarse en el documental que proyectan las gafas. Arrecifes de coral, peces payaso, anémonas de fuego y corrientes marinas. Pero su mente no está dispuesta a dejarse arrastrar por ellas, y vuelve una y otra vez al mismo bucle. ¿Quién es ahora? ¿En qué se ha convertido? 

Llegó a la gran urbe donde se cumplían los sueños apenas rebasada la mayoría de edad, con ganas de comerse el mundo y una maleta llena de ilusiones. Suyos eran la belleza y el talento necesarios para alcanzar el éxito, le habían dicho los oráculos y los entendidos de su pueblo. Su rostro brillaría en las carteleras de los cines y en las pantallas de los televisores de todo el país. No contaban, claro, con otros miles de bellezas y de talentos como los suyos. Pasó por infinitos castings, mantuvo incontables entrevistas y perdió la cuenta del número de veces que se dejó fotografiar, con y sin ropa. Tienes un perfil interesante, ya te llamaremos. Siempre lo mismo. Pero pasaban los meses y nunca llamaban. «Como tú, a patadas», le soltó una vez la recepcionista de una agencia, cuyo ego solo era superado por su malsana envidia. Esperó y esperó, desempeñando todo tipo de oficios malpagados mientras le llegaba la oportunidad que nunca llegaba. Cajera de supermercado, repartidora, canguro, azafata y hasta dependienta de una floristería fue. Y siguió esperando. El mundo de la noche se convirtió en su mejor aliado. Pagaban una mierda para lo que había que aguantar, pero al menos tenía las mañanas y parte de las tardes libres para recorrerse los cientos de castings de donde nunca la llamarían.

Seis meses llevaba trabajando en Flame, la discoteca futurista que se había puesto de moda en todo el estado, cuando apareció aquel tipo por primera vez. Gafas de sol perennes, gabardina negra hasta los pies y un aire de enigma sin resolver que tiraba para atrás. Desde luego, las reposiciones de Matrix estaban haciendo mucho daño. No fue hasta la sexta o la séptima que le dirigió la palabra más allá de pedirle un Martin Miller con Fever Tree. «¿Te interesa cambiar de vida o prefieres quedarte en esta mierda de antro para siempre?», le preguntó el individuo con más arrogancia incluso de la que ella le imaginaba. Una tarjeta, una dirección, una hora. Claro que quería cambiar de vida, joder. Ya estaba harta de poner copas mientras el o la imbécil de turno le miraban las tetas como quien mira un anuncio. Nunca imaginó que aceptando aquella cita vendería su alma al diablo, que cambiaría la esclavitud de poner copas por otra mucho peor. 

Ahora vivía a las órdenes de una sombra. Una sombra que le enviaba mensajes al móvil que debían ser memorizados y borrados con inmediatez. Un objetivo, una dirección, una puesta a punto. Su hermoso cuerpo era a la vez su único medio de supervivencia y el fin de aquellos incautos que nunca supusieron que podrían encontrar la muerte lamiendo el piercing de un pezón o metiendo la lengua en su cueva del tesoro. Un vestido cuanto más sensual mejor, unos tacones de vértigo y una dosis letal de talio, polonio 210 o adelfa eran sus compañeros de trabajo. Obediencia y discreción eran las reglas. 

En la gran ciudad no existía ni la verdad ni la mentira, ni el bien ni el mal. Todo dependía del precio que se estuviera dispuesto a pagar. Pero no para ella. Para ella no. Ella era solo un peón en un tablero invisible. Un peón que, para salvar la vida, debía abrirle las piernas y las puertas a la muerte. 

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