Nunca dieron pábulo a las habladurías del reducido número de habitantes del valle que se daba cita los sábados en el mercado de Gloomsbury. Maledicencia. Pura envidia. La herencia de la abuela Gertrude había sido verdaderamente un regalo caído del cielo. Siguiendo las recomendaciones del doctor Redfield, abandonaron el asfalto, el bullicio y las comodidades de su adosado en la gran ciudad por el aire puro, el canto de los pájaros y la chimenea de leña de un nuevo hogar emplazado a varias millas del núcleo habitado más próximo. Las mejillas de Rose pronto agradecieron el cambio, vistiéndose de un color sonrosado, y en su vientre por fin anidó el fruto del amor que tantos años se había hecho esperar.
La vivienda no era excesivamente grande, pero suficiente para los dos y para el bebé que venía en camino. Por la noche el viento les jugaba malas pasadas y disfrazaba su voz de llanto quedo unas veces, de histriónicas carcajadas otras. La instalación eléctrica necesitaba a todas luces una renovación, pues sin duda las bajadas y subidas de tensión provocaban que los casquillos de las bombillas explotaran con demasiada frecuencia. De igual modo era necesaria una revisión de cierres y postigos de las ventanas, puesto que se abrían con estrépito en mitad de la noche. Lo peor eran los cristales rotos cada dos por tres sin venir a cuento y los pájaros que se colaban por alguna oquedad para morir en la cuna de su futuro hijo.
En sus encuentros semanales, los pocos vecinos del valle los miraban con expresiones que oscilaban entre el miedo y la conmiseración. El día que Rose mencionó los pájaros muertos en la cunita, la panadera y la ferretera se santiguaron antes de poner pies en polvorosa con muecas de espanto. El cristalero se negó en redondo a reparar por segunda vez las cristaleras del comedor, y el carpintero rechazó con vehemencia su petición de reforzar las ventanas. Ni por todo el oro del mundo, afirmó muy serio. ¿Pero qué le ocurre a esta gente?, se preguntaban extrañados Edward y Rose. La vieja Margot se apiadó de ellos y les contó la misma historia que ya contara su tatarabuela...Un matrimonio con una criatura recién nacida. La muerte del neonato una noche sin luna. La locura instalándose en cada rincón del hogar. El fuego calcinando las dos vidas rotas que no quiso la parca. Dos almas errantes y una cuenta pendiente con el destino. Cuentos de viejas, respondió Edward entre ofendido y escéptico. Pueblerinos supersticiosos, los criticaron ya al calor de su chimenea.
Dos sombras incorpóreas los espían desde la quietud de la noche. Observan con expectación cómo va creciendo el ya abultado vientre de Rose. Se toman de la mano y, con una sonrisa de terrorífica beatitud, cuentan al unísono los días que faltan para abrazar por fin a su pequeño.
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