Siempre supo que algo no iba bien con aquella criatura. Desde el mismo momento de concebirlo, su vientre emitía señales de alerta, pero no entendía su significado. Durante los meses de embarazo, un cuervo negro se posaba noche tras noche en el alféizar de la ventana de su dormitorio y rasgaba el aire con graznidos angustiosos. Los gatos del vecindario huían de su presencia como alma que lleva el diablo y sus flores se marchitaban por más empeño que pusiera en mimarlas. Soñaba con ojos amarillos llenos de maldad que brillaban lujuriosos mientras unas manos frías le arrancaban las entrañas.
En el mismo momento en el que el niño nació el cielo se cubrió de amenazantes nubes negras y un viento frío sorprendió a los viandantes a pesar de que en el calendario sonreía inconfundible un diez de julio. La leche se le agrió en los pechos la primera vez que el bebé se enganchó al pezón y tuvieron que alimentarlo a base de fórmula en biberón. El niño nunca lloraba, ni de día ni de noche. Tampoco sonreía ni emitía los ruiditos típicos de los bebés conforme van pasando etapas. Se limitaba a mirarlo todo fijamente y con rostro impasible. Este niño no es normal, le decía su madre. Nunca lo cogía en brazos porque le aterraban las sombras oscuras que decía ver en sus ojos color miel. Eso son cosas tuyas, mamá, le respondía ella sin convencimiento alguno. Un hijo es un hijo, y bastante desgracia tenía ya este con que su padre fuera un desgraciado (muy guapo, eso sí) que la preñó una noche y nunca más se supo.
Pasaron los meses y una tarde, al volver a casa tras una dura jornada en el bar que les proveía el sustento, su madre dormitaba plácidamente en la mecedora del salón mientras se suponía vigilaba a Pablo. El niño estaba en el suelo, sus regordetas piernecitas desnudas sobre el parqué mientras se afanaba con lápices y carboncillos sobre una lámina. Era asombrosa la querencia que había desarrollado Pablo por lápices y papel. Como siempre que llegaba, se acercó a darle un beso en la cabecita antes de pasar por la ducha, pero aquella tarde no sería igual a ninguna… La mano de su hijo, apenas más que un bebé, había dibujado con trazo perfecto y una habilidad increíble el rostro del destino común a todo ser vivo. Una hermosa representación de la parca la miraba desafiante desde la blancura inocente del papel. Llamó a su madre asustada. ¡Mamá, mamá! Pero la abuela no despertó, ni lo volvería a hacer nunca. Pablo sonrió por primera vez, y su risa le heló la sangre en las venas.
Como mecanismo de defensa, su mente decidió sepultar en el olvido aquel aterrador suceso, pero ahora le desfila por la memoria como una película en bucle, mientras los ojos amarillos de Pablo brillan lujuriosos al arrancar con sus propias manos las entrañas que lo acogieron antes de su llegada al mundo de los mortales.
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