No abras los ojos. No mires. Ella está ahí. Como siempre. Acechándote. Esperando el menor descuido por tu parte para arrastrarte a esa oscuridad donde apenas llega el aire a los pulmones. Para hundirte en el subsuelo y apresarte entre raíces de insoportable dolor. Observa tus cicatrices, que atestiguan que ese infierno no es de fuego pero el hielo hiere igual. No quieres regresar a ese negro ni a esos días sin tiempo ni esencia.
Por eso no abras los ojos, no mires, no permitas que te atrape el monstruo del que huyes muchas noches bañada en el sudor frío de las pesadillas. De ella no te puedes esconder. A ella no la puedes engañar. Conoce hasta el último resquicio de tus entrañas, hasta el último pliegue de tus pensamientos. Nació en tu primer tropiezo y se alimenta, con gula, de tus miedos y fracasos. No tendrá piedad, lo sabes, y te susurrará con dulzura y crueldad a partes iguales el monólogo que tantas y tantas veces ensayó. Que para qué. Que te rindas. Que no eres suficiente. Que cada uno se engaña con la mentira que más le gusta. Y, una vez más, su verdad será la tuya.
Aprieta fuerte los párpados y mantente firme y, por lo que más quieras, no abras los ojos, no mires. Tu peor enemiga te aguarda impaciente para fundirte en su abrazo y recordarte otra vez qué botón pulsar para que deje de doler. Huye, huye ahora que todavía puedes, porque ese monstruo... Ese monstruo eres tú.