Por lo general, el camino de la vida no suele ser fácil para las almas que lo transitan, pero fuera quien fuera aquel dios que había jugado a los dados con mi suerte era sádico de más. Mi mera existencia debo agradecerla a una panda de borrachos que violaron a mi enclenque madre, que murió pocas horas después del parto abandonándome a la negligencia de unos abuelos pobres como ratas, que se santiguaban en mi presencia y me miraban como una aberración. Ni nombre me pusieron hasta cumplir el año, por si la fortuna les sonreía y no tardaba en morirme. Crecí entre miseria y piojos y aprendí a razón de paliza diaria. A pesar de los pesares, le gané la partida a la vida y sobreviví.
A los dieciséis me casaron con un campesino del pueblo de al lado más feo que picio pero de corazón noble. Parco en palabras y de carácter rudo, me enseñó a trabajar la tierra para que nunca me faltara el sustento y sembró en mi vientre dos hijos que me hicieron pensar que quizá la vida no fuera tan mala. Ni las plagas ni las sequías ni el hambre de los inviernos pudieron con nosotros. Supongo que fui feliz entonces, al menos a ratos, en nuestra humilde morada a la vera del río, hasta que una tarde de septiembre sus aguas se lo llevaron todo. Andaba yo vendiendo fruta por los pueblos de la vecindad, y cuando regresé nada tenía ya. Ni hogar, ni marido, ni hijos. Ni cuerpos en una fosa para llorarlos. Otra vez en la casilla de salida, pero volví a ganar la partida y no me morí de pena.
Con la única compañía de mi mula vieja llegué a esta ciudad gris donde se asfixia hasta el aire, la vendí por un puñado de monedas y desde entonces he malvivido, porque esto vivir no ha sido, de ruina en ruina, de fábrica en fábrica, de sol a sol partiéndome el lomo por un mísero jornal que ni para comer bien me daba. Siempre pobre. Siempre sola por si al cabrón que maneja los hilos de mi historia le divertía quitarme algo más.
Mírame ahora a la luz de esta vela que no aporta más que penumbra. Mírame ahora, vieja, decrépita y con más dolores de los que pueden soportarse. Con la enfermedad mordiéndome los huesos como un perro rabioso y robándome hasta el aire de los pulmones. Mírame con esos ojos de oscuridad e infinito y no preguntes más. ¿Que por qué sonrío? Porque tengo la certeza de que esta última partida no se gana nunca y a mí ya no me quedan fuerzas para jugar.
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