Sucede que a veces, por mucha experiencia que se tenga, la vida, los dioses o los hados del destino (crea cada uno en lo que quiera) no muestran sus cartas hasta que lo juzgan oportuno, y suelen hacerlo en forma de un aquí te pillo aquí te mato que nos deja con pocas o ninguna opción para variar el rumbo de nuestros pasos. Nos cambia la melodía y la letra de la canción a cuyo son danzamos y no nos queda más remedio que rendirnos a la evidencia.
Fíjense si no en ella, vivo ejemplo de lo que narra esta humilde voz en off. Ella, la que un día se bebía el mundo a sorbos de distintas copas (no fuera que se aburriese), ahora mira sin ver a un punto indeterminado al otro lado de la ventana. ¿Qué hay en sus ojos? Melancolía, quizás. Añoranza, tal vez. ¿Por qué se curvan sus labios en una mueca a medio camino entre la sonrisa triste y el puchero? Su rostro es, desde luego, un caleidoscopio de emociones, y no sabe si dejarse tragar por el mar de pena que la embarga o abrir las alas y echar a volar con el primer viento de esperanza que en ocasiones le alborota el pelo. Si la conociesen, no les haría falta ni preguntarse en qué esta pensando, pero ya se lo digo yo: está pensando en él. Como siempre, como nunca, como cada vez que respira.
Porque ustedes no lo saben, pero esa loca (que no me oiga) de los ojos llenos de agua un día fue astronauta. O lo es, aunque se lo niegue con la boca pequeña y el corazón encogido. Y surcaba el firmamento de universos enteros a lomos de una estrella fugaz solo por imaginar la risa de quien se convirtió en su sol. Cuántos momentos desfilan ahora por esa mirada perdida. Con qué ahínco la memoria se rebela contra la forzada e imperiosa necesidad de olvido. No pudo ser, le susurra con pesar a la taza de café que remueve como si en ella fuera a encontrar su salvación. No pudo ser, se repite, pero qué no daría por volver a sentir el calor de sus manos unidas aunque fuera un instante.
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