Silencio. Hace ya rato que dejó de sonar la música y se acabó el vino. Las luces de los edificios vecinos se han apagado casi todas y no queda más que la luna como testigo mudo del instante de revelación. Ya sabe lo que ocurre, pero no puede impedirlo. Si es que existe la posibilidad de impedir ciertas cosas, claro.
Hasta hace pocos días estaba convencida de estar de vuelta de todo, de caminar por encima del bien y del mal, de que la suerte le tenía reservado a ella, solo a ella, un baúl a rebosar de experiencias placenteras, de besos y caricias que caducaban cuando dejaba un cuerpo de rozarse con el otro. Le encantaba jugar y las reglas de las partidas estaban claras. En cualquier momento era libre de cancelar la suscripción a una piel u otra. Hubo una vez que creyó sentir el indescriptible cosquilleo de las célebres mariposas de las que todo el mundo habla, pero no. Tras unos días en algún limbo de enajenación, concluyó que no era para tanto y que eso que llaman amor vivía solo en las películas y en las páginas de los libros. Menudo derroche de imaginación.
Sin embargo, ahora, es ella y al mismo tiempo no lo es. Su sofá se ha convertido en una inagotable fuente de recuerdo. Los ojos de él clavados en los suyos, hablando en un idioma universal que no necesita palabras. Ese aroma tan suyo que se le ha incrustado en las entrañas. Esos labios por los que bajaría al infierno cada media hora. Las manos que le provocan incendios con una sola caricia. Ahora lo sabe. Sabe que ya no podrá ser otro con la certeza de que también sabe que no quiere que sea otro. El eco de sus jadeos sigue resonando en el aire y comienza a lloverle por dentro el deseo de volver a tenerlo en un sinfín de preposiciones distintas. Arquea la espalda y su recuerdo es más vívido todavía.
El mundo sigue girando, y ella sabe que va a arder sin más remedio.